martes, 14 de mayo de 2013

La Piel Del Puma...

Bueno, volví después de tanto tiempo de estar ausente. Porque uno al fin y al cabo siempre termina volviendo a donde empezó, aunque ya siendo otra persona, yo regreso a este blog que de alguna manera también es mi casa simbólica siendo alguien diferente, con un sinfín de nuevas experiencias vividas que para bien o para mal me han hecho crecer y volverme un poquito más fuerte. 
Y una de esas experiencias nuevas fue, entre otras, el haberme propuesto el desafío de ir a un taller literario. Como la mayor parte de la gente que me conoce sabe que escribir es prácticamente mi vida y que justamente en mi vida el hecho de intentar siempre superarse a uno mismo es casi una filosofía personal, me decidí a darle un espacio académico a ese hasta ahora hobbie de amateur que de a poco se está convirtiendo  en una vocación existencial, si es que no lo ha sido desde siempre. 
Este es el producto de ese reto. Es un cuento que aprendí a apreciar muchísimo, incluso tal vez sea mi favorito, ya que es el más acabado y el más coherente que hice hasta ahora, tanto en los detalles como en la estructura interna del mismo. Además de que me agrada el hecho de que por fin pueda haberle dado un final concreto a un relato, cosa que siempre me ha costado, hasta el punto de dejar muchas historias inconclusas debido a este problema.
Tengo que admitir que crecí mucho yendo a ese taller, aprendí muchas cosas no sólo sobre cómo escribir, sino también de mí misma, mi estilo y mi forma de narrar. Espero poder continuar con este proyecto en un futuro cercano y seguir perfeccionándome a mí misma en esta que es una de mis razones para vivir. En fin, acá lo dejo, espero que resulte de su agrado.

La Piel Del Puma”
Se apretujó sobre el tronco, cuidándose de no resbalar. Se inclinó sobre el Winchester fijando su atención en la mira, con la precisión de sus años de cazador. Los zapatos rechinaron sobre la nieve congelada del bosque. Un mundo estático lo rodeaba, como si el tiempo hubiera optado por detenerse, dando paso a los dominios inmutables de la omnipotente naturaleza. Ni un ruido, ni un solo indicio de movimiento en aquel mundo paralizado de escarcha. Sólo el cazador silencioso a la espera de la presa que tarde o temprano debía emerger en medio de esa quietud perturbadora.
El frío era glacial y el hombre debió acomodarse la gruesa chaqueta para asegurarse de que la helada no penetrara a través de la tela e invadiera su cuerpo, aunque era bastante complejo lograr que el crudo viento fantasmal no le calara hasta los huesos con esas bajas temperaturas.
Mara lo esperaba en la casa, seguramente preparando la sopa caliente de siempre con la mudez y el sometimiento que tanto la caracterizaban. A él no le importaba demasiado, no realmente. Nunca había sentido pasión verdadera por ella, nunca había sabido comprender sus silencios, que le resultaban verdaderamente exasperantes. No, su verdadero anhelo, su verdadera obsesión no residía en Mara, ni en la calidez de la leña del hogar, ni en las paredes sólidas de aquella casa de madera en la que les tocaba vivir. No, sólo en ese páramo salvaje y desolado era donde el hombre era auténticamente feliz. Sólo en el inhóspito e indomable descampado el depredador en él podía ser libre. Su verdadera pasión era cazar, no había mayor certeza que esa, y no existía nada en el mundo que pudiera reemplazarla.
Al anochecer, las espesas nubes en el cielo dejaron entrever que se acercaba una tormenta. La brisa gélida se volvió más fuerte aún, dejando la esencia de los pinos impregnada en el aire. Un ser humano más cobarde, o quizá más sensato se hubiera marchado rápidamente de allí, pero la firmeza del cazador era inalterable. No se iría de allí hasta lograr su cometido.
Pasaron las horas y nada. Ni rastro de la criatura. El cazador quiso mantenerse atento en su posición todo lo que le permitieran las fuerzas pero la álgida capa de nieve que se precipitaba sobre él en forma de ventisca era tan densa que apenas podía ver lo que se encontraba a un metro de él. Se acurrucó en un tronco, apoyando el rifle en su hombro izquierdo con la mano derecha y permitiéndose inconscientemente aflojar un poco los tensos músculos.
No supo en su aletargamiento cuanto tiempo había estado yaciendo en aquel lugar. Ni siquiera pudo contar los segundos que le quedaron antes del golpe repentino. Porque cuando después de todas las horas gastadas allí la tempestad finalmente retrocedió y la visibilidad del panorama se hizo un poco más clara, el cazador se encontró frente a frente con unos ojos dorados, casi ambarinos, que lo observaban fijamente desde una distancia poco prudencial. Un vaho cálido y desagradable invadió sus fosas nasales despertándolo totalmente de su aturdimiento. Alzó los párpados lentamente y con dificultad, presintiendo lo peor.
Y lo vio.
Justo delante de él, con las fauces próximas a su rostro y una expresión monstruosa y feroz se encontraba su enemigo, aquel que había estado buscando por siempre. El vaho que había olido y que tanto le había disgustado no era más que su aliento fétido, producto de las innumerables carnes crudas de las presas que había devorado. Era el aliento del puma.
El hombre se frotó los ojos por una milésima de segundo para cerciorarse de que aquello no era una ilusión. En su interior los latidos de su corazón como truenos retumbantes se confundían con los rayos del exterior. El temor y la emoción lo electrizaban a la vez, haciendo que una corriente de adrenalina y exaltación le recorriera todo el cuerpo a velocidades sobrenaturales y emitiendo una serie de descargas que lo forzaron a erguirse y ponerse en guardia, alzando el Winchester para apuntar directamente a la fiera.
Sin embargo, más hábil y letal, el puma arremetió primero, propinándole un zarpazo en el brazo derecho con sus afiladas garras. El hombre aulló de dolor y soltó el rifle, que salió disparado unos metros por encima de él y fue a dar contra la nieve. Tratando de recuperar fuerzas, echó un vistazo fugaz hacia donde había caído, calculando cuánto tiempo se demoraría en poder tomarlo, pero estaba demasiado lejos para alcanzarlo y el animal ya se había lanzado al ataque otra vez. El salto espectacular del felino lo obligó a apartarse justo cuando los filosos colmillos estaban a punto de cerrarse sobre él. La fiera aterrizó en el tronco donde minutos antes el cazador había estado agazapado cautelosamente. Se incorporó con rapidez y sacó de su bolsillo un puñal que llevaba como arma soporte. Con suma solemnidad lo desenfundó, colocándolo entre el animal y él. Ambos se enfrascaron en una lucha encarnizada que pareció durar horas. El cazador se sentía verdaderamente inmortal, invencible. Ésta era la batalla de su existencia y no iba a perderla. Era el heredero de una lucha inmemorial, de una guerra que había sido costumbre por generaciones y cargaba en sus hombros todo el peso de esa tradición que le habían transmitido con gloria y dignidad sus ancestros, la humanidad misma. Finalmente, tras un largo rato sin conseguir herirse gravemente el uno al otro y ante la ansiedad de conseguir la victoria, se le ocurrió dar un rodeo por el bosque para distraer a la fiera y poder llegar hasta donde se encontraba la carabina, así que echó a correr y la bestia lo siguió.
El felino avanzaba con destreza y elegancia. Era un animal realmente espléndido en todos sus movimientos. Pero al cazador no le importaba su belleza, sólo le importaba ganar la pelea y destrozarlo antes de que él lo hiciera. Sólo un pensamiento lo mantenía absorto: cortarle el cuello o asestarle un tiro en el pecho.
Después de llevar a cabo un largo desvío por el bosque, el hombre regresó al sitio donde había estado refugiado de la tormenta y tomó el rifle, apuntando hacia todos los flancos. El puma todavía lo perseguía, pero en ciertos momentos pareció dudar de su ataque y  le perdió el rastro, así que de a poco el hombre se fue tranquilizando. Todavía tenía tiesos todos los miembros de su cuerpo y esperaba con excitación que el puma lo alcanzara, pero ya no sentía la agitación de la carrera previa. Al final, después de aguardar varias horas y ver que el puma no aparecía, tomó su arma y, decepcionado,  se volvió para irse. No pudo dar el primer paso.
Con suma agilidad y precisión, el puma se abalanzó sobre él con la mandíbula increíblemente abierta y un relámpago cayó en las proximidades, otorgándole un resplandor dorado casi etéreo en el pelaje. El cazador se volteó rápidamente y apuntó con su arma, pero ya era demasiado tarde. Las fauces del animal se cerraron precisas sobre su yugular y la sangre comenzó a salir a borbotones de la garganta. El roce de su piel le resultó extrañamente familiar, por alguna razón que no pudo adivinar.
El instante de su último desvanecimiento, que debió haber sido breve, pareció extenderse por una eternidad El silencio se había vuelto punzante, le causaba dolor en los oídos, le penetraba en la carne. La tormenta había cesado de repente y el bosque había vuelto a sumirse en la atmósfera inmóvil que había presenciado antes. Era su sepulcro nevado. Antes de impactar contra el suelo y cerrar los ojos, dejándose al fin desangrar, echó un vistazo por última vez alrededor y vio al puma que se había alejado un poco y lo observaba de lejos. Pensó en Mara, en sus ojos fulgurantes y en ese segundo supo que no había llegado a conocerla, que en todos sus años de vida no había aprendido nada. No había comprendido su tarea silenciosa de complacerlo en todas sus necesidades, ni la paciencia impertérrita con que todos los días lo había esperado en la casa después de sus cacerías. Ella lo había amado en silencio y él nunca lo había valorado. Nunca había amado nada, ni a ella, ni a su hogar, ni a su tierra abundante y fecunda. Entendió que de no haber sido por su obsesión, podría haber tenido una vida próspera, una vida sencilla y cálida en un hogar acogedor y apacible, una vida de verdad, envuelto en la suave y gentil abundancia de la tierra que los rodeaba, de la naturaleza y sus designios. Pero el nunca había aprendido a escuchar y ahora ya era demasiado tarde.
Por primera vez sintió pánico y confusión y en ese estado le pareció ver a lo lejos que el puma empezaba a variar su figura. Se erguía despacio y su silueta felina empezaba a tomar una forma más alargada y sinuosa, casi femenina. Toda esta transformación en un silencio total, como el silencio permanente de Mara. Y en su quimera se permitió creer que esos ojos ámbar le eran conocidos. Y creyó entender por qué  ella había callado siempre, por qué jamás le había hablado, aunque le había demostrado su amor de mil maneras diferentes. No había tenido opción. Su obstinada ambición no le había dado otra alternativa más que ir en su busca y hacerlo culminar en ese fin. Ya no había nada que pudiera hacer para cambiar su destino.
Y esa piel…esa piel que él tanto había ansiado para él. Pareció comprender por qué la había anhelado siempre. Por qué deseaba la piel del felino, del brutal animal que había acabado con su vida, del enorme gato que lo acechaba. Esa piel lustrosa y bruñida, esbelta y gentil. Esa piel rebosante de belleza y sensualidad que despedía destellos de matices dorados y rojizos a medialuz…
¿Era Mara o era el delirio final que sobreviene a aquel que yace en el lecho de muerte? La piel del puma era tan cobriza, tan parecida a la piel suave y tersa de ella. Nunca lo sabría, porque la vida ya se escapaba de él.

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