jueves, 16 de mayo de 2013

Sal Con Una Chica Que No Lee...

Por Charles Warnke

Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela.

Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta. 

Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe. 

Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato. 

Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida. 

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza. 

No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.

martes, 14 de mayo de 2013

La Piel Del Puma...

Bueno, volví después de tanto tiempo de estar ausente. Porque uno al fin y al cabo siempre termina volviendo a donde empezó, aunque ya siendo otra persona, yo regreso a este blog que de alguna manera también es mi casa simbólica siendo alguien diferente, con un sinfín de nuevas experiencias vividas que para bien o para mal me han hecho crecer y volverme un poquito más fuerte. 
Y una de esas experiencias nuevas fue, entre otras, el haberme propuesto el desafío de ir a un taller literario. Como la mayor parte de la gente que me conoce sabe que escribir es prácticamente mi vida y que justamente en mi vida el hecho de intentar siempre superarse a uno mismo es casi una filosofía personal, me decidí a darle un espacio académico a ese hasta ahora hobbie de amateur que de a poco se está convirtiendo  en una vocación existencial, si es que no lo ha sido desde siempre. 
Este es el producto de ese reto. Es un cuento que aprendí a apreciar muchísimo, incluso tal vez sea mi favorito, ya que es el más acabado y el más coherente que hice hasta ahora, tanto en los detalles como en la estructura interna del mismo. Además de que me agrada el hecho de que por fin pueda haberle dado un final concreto a un relato, cosa que siempre me ha costado, hasta el punto de dejar muchas historias inconclusas debido a este problema.
Tengo que admitir que crecí mucho yendo a ese taller, aprendí muchas cosas no sólo sobre cómo escribir, sino también de mí misma, mi estilo y mi forma de narrar. Espero poder continuar con este proyecto en un futuro cercano y seguir perfeccionándome a mí misma en esta que es una de mis razones para vivir. En fin, acá lo dejo, espero que resulte de su agrado.

La Piel Del Puma”
Se apretujó sobre el tronco, cuidándose de no resbalar. Se inclinó sobre el Winchester fijando su atención en la mira, con la precisión de sus años de cazador. Los zapatos rechinaron sobre la nieve congelada del bosque. Un mundo estático lo rodeaba, como si el tiempo hubiera optado por detenerse, dando paso a los dominios inmutables de la omnipotente naturaleza. Ni un ruido, ni un solo indicio de movimiento en aquel mundo paralizado de escarcha. Sólo el cazador silencioso a la espera de la presa que tarde o temprano debía emerger en medio de esa quietud perturbadora.
El frío era glacial y el hombre debió acomodarse la gruesa chaqueta para asegurarse de que la helada no penetrara a través de la tela e invadiera su cuerpo, aunque era bastante complejo lograr que el crudo viento fantasmal no le calara hasta los huesos con esas bajas temperaturas.
Mara lo esperaba en la casa, seguramente preparando la sopa caliente de siempre con la mudez y el sometimiento que tanto la caracterizaban. A él no le importaba demasiado, no realmente. Nunca había sentido pasión verdadera por ella, nunca había sabido comprender sus silencios, que le resultaban verdaderamente exasperantes. No, su verdadero anhelo, su verdadera obsesión no residía en Mara, ni en la calidez de la leña del hogar, ni en las paredes sólidas de aquella casa de madera en la que les tocaba vivir. No, sólo en ese páramo salvaje y desolado era donde el hombre era auténticamente feliz. Sólo en el inhóspito e indomable descampado el depredador en él podía ser libre. Su verdadera pasión era cazar, no había mayor certeza que esa, y no existía nada en el mundo que pudiera reemplazarla.
Al anochecer, las espesas nubes en el cielo dejaron entrever que se acercaba una tormenta. La brisa gélida se volvió más fuerte aún, dejando la esencia de los pinos impregnada en el aire. Un ser humano más cobarde, o quizá más sensato se hubiera marchado rápidamente de allí, pero la firmeza del cazador era inalterable. No se iría de allí hasta lograr su cometido.
Pasaron las horas y nada. Ni rastro de la criatura. El cazador quiso mantenerse atento en su posición todo lo que le permitieran las fuerzas pero la álgida capa de nieve que se precipitaba sobre él en forma de ventisca era tan densa que apenas podía ver lo que se encontraba a un metro de él. Se acurrucó en un tronco, apoyando el rifle en su hombro izquierdo con la mano derecha y permitiéndose inconscientemente aflojar un poco los tensos músculos.
No supo en su aletargamiento cuanto tiempo había estado yaciendo en aquel lugar. Ni siquiera pudo contar los segundos que le quedaron antes del golpe repentino. Porque cuando después de todas las horas gastadas allí la tempestad finalmente retrocedió y la visibilidad del panorama se hizo un poco más clara, el cazador se encontró frente a frente con unos ojos dorados, casi ambarinos, que lo observaban fijamente desde una distancia poco prudencial. Un vaho cálido y desagradable invadió sus fosas nasales despertándolo totalmente de su aturdimiento. Alzó los párpados lentamente y con dificultad, presintiendo lo peor.
Y lo vio.
Justo delante de él, con las fauces próximas a su rostro y una expresión monstruosa y feroz se encontraba su enemigo, aquel que había estado buscando por siempre. El vaho que había olido y que tanto le había disgustado no era más que su aliento fétido, producto de las innumerables carnes crudas de las presas que había devorado. Era el aliento del puma.
El hombre se frotó los ojos por una milésima de segundo para cerciorarse de que aquello no era una ilusión. En su interior los latidos de su corazón como truenos retumbantes se confundían con los rayos del exterior. El temor y la emoción lo electrizaban a la vez, haciendo que una corriente de adrenalina y exaltación le recorriera todo el cuerpo a velocidades sobrenaturales y emitiendo una serie de descargas que lo forzaron a erguirse y ponerse en guardia, alzando el Winchester para apuntar directamente a la fiera.
Sin embargo, más hábil y letal, el puma arremetió primero, propinándole un zarpazo en el brazo derecho con sus afiladas garras. El hombre aulló de dolor y soltó el rifle, que salió disparado unos metros por encima de él y fue a dar contra la nieve. Tratando de recuperar fuerzas, echó un vistazo fugaz hacia donde había caído, calculando cuánto tiempo se demoraría en poder tomarlo, pero estaba demasiado lejos para alcanzarlo y el animal ya se había lanzado al ataque otra vez. El salto espectacular del felino lo obligó a apartarse justo cuando los filosos colmillos estaban a punto de cerrarse sobre él. La fiera aterrizó en el tronco donde minutos antes el cazador había estado agazapado cautelosamente. Se incorporó con rapidez y sacó de su bolsillo un puñal que llevaba como arma soporte. Con suma solemnidad lo desenfundó, colocándolo entre el animal y él. Ambos se enfrascaron en una lucha encarnizada que pareció durar horas. El cazador se sentía verdaderamente inmortal, invencible. Ésta era la batalla de su existencia y no iba a perderla. Era el heredero de una lucha inmemorial, de una guerra que había sido costumbre por generaciones y cargaba en sus hombros todo el peso de esa tradición que le habían transmitido con gloria y dignidad sus ancestros, la humanidad misma. Finalmente, tras un largo rato sin conseguir herirse gravemente el uno al otro y ante la ansiedad de conseguir la victoria, se le ocurrió dar un rodeo por el bosque para distraer a la fiera y poder llegar hasta donde se encontraba la carabina, así que echó a correr y la bestia lo siguió.
El felino avanzaba con destreza y elegancia. Era un animal realmente espléndido en todos sus movimientos. Pero al cazador no le importaba su belleza, sólo le importaba ganar la pelea y destrozarlo antes de que él lo hiciera. Sólo un pensamiento lo mantenía absorto: cortarle el cuello o asestarle un tiro en el pecho.
Después de llevar a cabo un largo desvío por el bosque, el hombre regresó al sitio donde había estado refugiado de la tormenta y tomó el rifle, apuntando hacia todos los flancos. El puma todavía lo perseguía, pero en ciertos momentos pareció dudar de su ataque y  le perdió el rastro, así que de a poco el hombre se fue tranquilizando. Todavía tenía tiesos todos los miembros de su cuerpo y esperaba con excitación que el puma lo alcanzara, pero ya no sentía la agitación de la carrera previa. Al final, después de aguardar varias horas y ver que el puma no aparecía, tomó su arma y, decepcionado,  se volvió para irse. No pudo dar el primer paso.
Con suma agilidad y precisión, el puma se abalanzó sobre él con la mandíbula increíblemente abierta y un relámpago cayó en las proximidades, otorgándole un resplandor dorado casi etéreo en el pelaje. El cazador se volteó rápidamente y apuntó con su arma, pero ya era demasiado tarde. Las fauces del animal se cerraron precisas sobre su yugular y la sangre comenzó a salir a borbotones de la garganta. El roce de su piel le resultó extrañamente familiar, por alguna razón que no pudo adivinar.
El instante de su último desvanecimiento, que debió haber sido breve, pareció extenderse por una eternidad El silencio se había vuelto punzante, le causaba dolor en los oídos, le penetraba en la carne. La tormenta había cesado de repente y el bosque había vuelto a sumirse en la atmósfera inmóvil que había presenciado antes. Era su sepulcro nevado. Antes de impactar contra el suelo y cerrar los ojos, dejándose al fin desangrar, echó un vistazo por última vez alrededor y vio al puma que se había alejado un poco y lo observaba de lejos. Pensó en Mara, en sus ojos fulgurantes y en ese segundo supo que no había llegado a conocerla, que en todos sus años de vida no había aprendido nada. No había comprendido su tarea silenciosa de complacerlo en todas sus necesidades, ni la paciencia impertérrita con que todos los días lo había esperado en la casa después de sus cacerías. Ella lo había amado en silencio y él nunca lo había valorado. Nunca había amado nada, ni a ella, ni a su hogar, ni a su tierra abundante y fecunda. Entendió que de no haber sido por su obsesión, podría haber tenido una vida próspera, una vida sencilla y cálida en un hogar acogedor y apacible, una vida de verdad, envuelto en la suave y gentil abundancia de la tierra que los rodeaba, de la naturaleza y sus designios. Pero el nunca había aprendido a escuchar y ahora ya era demasiado tarde.
Por primera vez sintió pánico y confusión y en ese estado le pareció ver a lo lejos que el puma empezaba a variar su figura. Se erguía despacio y su silueta felina empezaba a tomar una forma más alargada y sinuosa, casi femenina. Toda esta transformación en un silencio total, como el silencio permanente de Mara. Y en su quimera se permitió creer que esos ojos ámbar le eran conocidos. Y creyó entender por qué  ella había callado siempre, por qué jamás le había hablado, aunque le había demostrado su amor de mil maneras diferentes. No había tenido opción. Su obstinada ambición no le había dado otra alternativa más que ir en su busca y hacerlo culminar en ese fin. Ya no había nada que pudiera hacer para cambiar su destino.
Y esa piel…esa piel que él tanto había ansiado para él. Pareció comprender por qué la había anhelado siempre. Por qué deseaba la piel del felino, del brutal animal que había acabado con su vida, del enorme gato que lo acechaba. Esa piel lustrosa y bruñida, esbelta y gentil. Esa piel rebosante de belleza y sensualidad que despedía destellos de matices dorados y rojizos a medialuz…
¿Era Mara o era el delirio final que sobreviene a aquel que yace en el lecho de muerte? La piel del puma era tan cobriza, tan parecida a la piel suave y tersa de ella. Nunca lo sabría, porque la vida ya se escapaba de él.